"He tardado muchos años de mi vida en llegar a comprender que si me gustan los hombres es precisamente porque no les entiendo. Porque son unos marcianos para mí, criaturas raras y como desconectadas por dentro, de manera que sus procesos mentales no tienen que ver con sus sentimientos; su lógica, con sus emociones, sus deseos, con su voluntad, sus palabras, con sus actos. Son un enigma, un pozo lleno de ecos.
Se habrán dado cuenta de que esto mismo es lo que siempre han dicho los hombres de nosotras: que las mujeres somos seres extraños e imprevisibles. Definidas socialmente así durante siglos por la voz del varón, que era la única voz pública, las mujeres hemos acarreado el sambenito de ser incoherentes e incomprensibles, mientras que los hombres aparecían como el más luminoso colmo de la claridad y la coherencia. Pues bien, de eso nada: ellos son desconcertantes, calamitosos y rarísimos. O al menos lo son para nosotras, del mismo modo que nosotras somos un misterio para ellos. Y es que poseemos, hombres y mujeres, lógicas distintas, concepciones del mundo diferentes, y somos, las unas para los otros, polos opuestos que al mismo tiempo se atraen y se repelen.
No sé bien qué es ser mujer, de la misma manera que no sé qué es ser hombre. Sin duda, somos identidades en perpetua mutación, complejas y cambiantes. Es obvio que gran parte de las llamadas características femeninas o masculinas son producto de una educación determinada, es decir, de la tradición, de la cultura. Pero es de suponer que la biología también debe de influir en nuestras diferencias. El problema radica en saber por dónde pasa la raya, la frontera; qué es lo aprendido y qué lo innato. Es la vieja y no resuelta discusión entre ambiente y herencia.
Sea como fuere, lo cierto es que hoy parece existir una cierta mirada de mujer sobre el mundo, así como una cierta mirada de varón. Y así, miro a los hombres con mis ojos femeninos y me dejan pasmada. Me asombran, me divierten, en ocasiones me admiran, a menudo me irritan y me desesperan, como irrita y desespera lo que parece absurdo. A ellos, lo sé, les sucede lo mismo. Lei en una ocasión un ingenioso artículo de Julian Barnes, uno de los jóvenes (ya no tan jóvenes) escritores británicos, en el que, tras hablar de lo raritas que somos las chicas, hacía un decálogo de misterios para él irresolubles en torno al alma femenina. He olvidado los demás, pero recuerdo uno de esos enigmas: por qué las mujeres al conducir, se preguntaba Barnes, mueven todo el cuerpo hacia un lado o hacia el otro cuando toman las curvas? que es el mismo tipo de pregunta que la del entomólogo que se cuestiona: por qué ese bonito escarabajo pelotero frota sus patitas de atrás por las mañanas?. O sea, que así de remotos permanecemos los unos de las otras, como una ballena de un batracio, o como un escarabajo de un profesor de ciencias naturales.
A veces se diría que no pertenecemos a la misma especie y que carecemos de un lenguaje común.
El lenguaje, sobre todo el lenguaje, he aquí el abismo fundamental que nos separa. Porque nosotras hablamos demasiado y ellos hablan muy poco. Porque ellos jamás dicen lo que nosotras queremos oír, y lo que nosotras decimos les abruma. Porque nosotras necesitamos poner en palabras nuestros sentimientos y ellos no saben nombrar nunca lo que sienten. Porque a ellos les aterra hablar de sus emociones, y a nosotras nos espanta no poder compartir nuestras emociones verbalmente. Porque lo que ellos dicen no es lo que nosotras escuchamos, y lo que ellos escuchan no es lo que nosotras hemos dicho. Por todos estos malentendidos y muchos otros, la comunicación entre los sexos es un perpetuo desencuentro.
Y de esa incomunicación surge el deseo. Siempre creí que a lo que yo aspiraba era a la comunicación perfecta con un hombre, o, mejor dicho, con el hombre, con ese príncipe azul de los sueños de infancia, un ser que sabría adivinarme hasta en los más menudos pliegues interiores. Ahora he aprendido no sólo que esa fusión es imposible, sino además que es probablemente indeseable. Porque de la distancia y de la diferencia, del esfuerzo por saltar abismos y conquistar al otro o a la otra, del afán por comprenderle y descifrarle, nace la pasión. ¿Qué es el amor, sino esa gustosa enajenación; el salirte de ti para entrar en el otro o la otra, para navegar por una galaxia distante de la tuya?"
El lenguaje, sobre todo el lenguaje, he aquí el abismo fundamental que nos separa. Porque nosotras hablamos demasiado y ellos hablan muy poco. Porque ellos jamás dicen lo que nosotras queremos oír, y lo que nosotras decimos les abruma. Porque nosotras necesitamos poner en palabras nuestros sentimientos y ellos no saben nombrar nunca lo que sienten. Porque a ellos les aterra hablar de sus emociones, y a nosotras nos espanta no poder compartir nuestras emociones verbalmente. Porque lo que ellos dicen no es lo que nosotras escuchamos, y lo que ellos escuchan no es lo que nosotras hemos dicho. Por todos estos malentendidos y muchos otros, la comunicación entre los sexos es un perpetuo desencuentro.
Y de esa incomunicación surge el deseo. Siempre creí que a lo que yo aspiraba era a la comunicación perfecta con un hombre, o, mejor dicho, con el hombre, con ese príncipe azul de los sueños de infancia, un ser que sabría adivinarme hasta en los más menudos pliegues interiores. Ahora he aprendido no sólo que esa fusión es imposible, sino además que es probablemente indeseable. Porque de la distancia y de la diferencia, del esfuerzo por saltar abismos y conquistar al otro o a la otra, del afán por comprenderle y descifrarle, nace la pasión. ¿Qué es el amor, sino esa gustosa enajenación; el salirte de ti para entrar en el otro o la otra, para navegar por una galaxia distante de la tuya?"
De manera que ahora, cada vez que un hombre me exaspera y me irrita, tiendo a pensar que esa extraña criatura es un visitante de, pongamos, Júpiter, al que se debe tratar con paciencia científica y con curiosidad y atención antropológicas. Hombres, seres extraordinarios y disparatados, capaces de todo tipo de heroicidades y bajezas. Esos hombres ásperos y dulces, amantes y enemigos; espíritus ajenos que, al ser lo toro, ponen las fronteras a nuestra identidad como mujeres y nos definen.
(Rosa Montero, «Nosotras y ellos», extraido de "La vida desnuda" Taurus, 1996)
ME ENCANTO muy fuerte y hermoso!!! y CIERTO
ResponderEliminarDe acuerdo al lugar del planeta que se viva y la religión que se profesa, la relación hombre-mujer, cambia sustancialmente. El trato de un musulman y un testigo de Jehová, que pueda darle a su esposa, difiere, y mucho. Desde nuestro punto de vista, educados de forma occidental y cristiana, nos parece extraño el comportamiento de los otros que no están de nuestro lado. ¿Quien tiene la verdad sobre la medida patrón del comportamiento humano?, seguramente cada sociedad o religión tiene la suya, y debe ser muy complicado querer medir y juzgar, con un parámetro que no es el correcto.
ResponderEliminarSi bien es cierto que hay una sociedad machista, por lógica consecuencia hay otra feminista, cada una tratando de convencer a los otros sus capacidades para resolver la vida.
Hoy en día no existe la diferencia de género para resolver un problema, aunque la manera de hacerlo, pueda ser distinta.
No somos distintos genericamente, tenemos las mismas virtudes y los mismos defectos, y el pricipal de estos últimos, es que nadie habla con sinceridad de sus sentimientos, ni siquiera con la persona mas allegada, pareciera que manifestar el estar enamorado, nos hace complice de un genocidio. Nadie quiere asumir el compromiso de compartir su vida con quien ama, todos quieren mantener una independencia absurda.
No es verdad que los hombres vienen de Júpiter, en todo caso las mujeres llegaron en el mismo plato volador.
"El lenguaje, sobre todo el lenguaje, he aquí el abismo fundamental que nos separa. " Eso de Montero es muy interesante, pero se aplica a todos, más allá de cualquier genero.
ResponderEliminarConfundimos palabras con cosas, pensamos que un mismo símbolo representa a todos lo mismo, y las diferencias son enormes...por eso no nos comprendemos, por confiar demasiado en las palabras.
El poema de Otredad 17 de Juarroz, es otra forma de explicar lo que dije antes, auqnue puede ser que oscurezca más que lo que aclare..
ResponderEliminar"Detener la palabra
un segundo antes del labio,
un segundo antes de la voracidad compartida,
un segundo antes del corazón del otro,
para que haya por lo menos un pájaro
que puede prescindir de todo nido.
El destino es de aire.
Las brújulas señalan uno solo de sus hilos,
pero la ausencia necesita otros
para que las cosas sean
su destino de aire.
La palabra es el único pájaro
que puede ser igual a su ausencia."